Francesita
- Ángela Herrero
- 21 nov 2019
- 3 Min. de lectura
Paseaba por París el pasado febrero cuando el frío me obligó a cobijarme en una tienda de segunda mano que hacía las veces de cafetería. Era uno de esos lugares muy parisinos, con encanto. Me pedí un café y recorrí la tienda mientras lo preparaban. Vinilos, libros, decoración…Quería llevármelo todo a casa. Comencé a calcular cuántos libros me entrarían en la maleta. Estaba absorta observando aquellas reliquias cuando levanté la mirada. Era increíble. Estaba ahí, parado al fondo de la tienda. “Me acerco o no”, “te vas a acercar, nos conocemos…”.
Antes de terminar la conversación conmigo misma ya estaba sacando la cartera. “Serán sesenta, te regalamos el café”. Había sido amor a primera vista, un flechazo. Eso no pasa todos los días. “Merci!” Y salí tan contenta de aquel lugar del que no recuerdo el nombre (ojalá para poder recomendarlo) con mi nuevo abrigo ya puesto.
Callejeé con el café calentándome las manos. No podía parar de mirar los edificios. Balcones con barandillas de forja relucían bajo el sol de invierno. El siguiente siempre era más llamativo que el anterior. Según me explicaron, esto se debe a que, en la antigüedad, la forja significaba estatus y riqueza. De algunos colgaban plantas que tenían el rocío de la mañana aún en sus hojas.
Preparando el viaje, me moría de ganas de conocer el Louvre. Después de haber visto a Audrey Hepburn bajar las escaleras a los pies de la Venus en “Funny face”, me había imaginado haciendo lo mismo, solo que con mi abrigo en lugar de su vestido rojo. La realidad me dio de bruces cuando me encontré con una avalancha de cámaras, idiomas y gente moviéndose en todas direcciones. Me fui apresuradamente tras ver la Mona Lisa y la Venus. Audrey no estaba allí.
El disgusto del Louvre, con el que a partir de esa visita tengo un amor-odio, se apaciguó en el Museo d´Orsay. Puedo decir que es el museo más bonito que he visitado, sin duda. Una gran cúpula de cristal me recibió al entrar. Enmarcaba una colección de estatuas en el pasillo central. Tenía escalofríos y no del frío. Tanto arte junto daba ganas de crear. Los lápices de los estudiantes de arte volaban sobre el papel, trazando cada detalle de aquellas figuras. Salí flotando, enamorada.
Al día siguiente, seguimos recorriendo la cuidad. Montmartre, barrio de los artistas. Es un pueblo dentro de una capital, un lugar a parte. Subí los tropecientos peldaños hasta llegar a la Basílica del Sagrado Corazón. Músicos tocaban en la cima. Solo por escucharlos merecía la pena esa, casi, escalada. Allí arriba el tiempo se ralentiza. Cientos de turistas como yo cantaban a coro las canciones a pesar del frío y de la bruma de las mañanas de invierno, que seguía en el aire. Sin duda alguna, escogería ese barrio para vivir. Parecía una escena de Amélie.
No olvidemos a mi abrigo, con el que me sentía una autentica parisina. Me hubiera calado una boina roja y una camiseta a rayas. Demasiado tópico. Los clichés son clichés porque funcionan, pero no todos al mismo tiempo. Ese concepto de, llámalo: “minimalismo afrancesado”, no es que cale muy hondo entre los forasteros. Me di cuenta al pasar por el Trocadero a hora punta. Los extranjeros intentaban coger el mejor ángulo de la Torre Eiffel. Posando, barra de pan en mano.
Dar una vuelta por el Barrio Latino es una inmersión en una pasarela de moda callejera donde todo vale si lo llevas con actitud. Este barrio universitario tiene modernidad, elegancia y clasicismo al mismo tiempo. Caroline de Maigret escribió un libro “Cómo ser parisina estés donde estés”. Pero ¿qué es ser parisina? Es casi un cumplido, ¿no? Caroline, da las claves en su libro en el que, una vez más, se habla de la mujer francesa como una femme fatale. Concepto que no se acerca para nada a la realidad.
En París los jóvenes se citan de noche en las orillas del Sena. Beben, ríen y saludan a los barcos de turistas que pasan. Yo me encontraba en uno de esos barcos. Quise ir con ellos, hablar de lo que estaba hablando, beber de lo que estaban bebiendo. No vi allí, a ninguna femme fatale, solo a chicas disfrutando. Entonces entendí el libro de Caroline. Se ríe del propio cliché. Seguramente ella, como mujer y parisina, se ha enfrentado a esas expectativas. Es una crítica. Caroline de Maigret, dijo que la mujer francesa, ante todo es libre. Me sentía libre sobre ese barco. Estaba donde quería estar. ¿Me habría convertido en parisina?
Esta ciudad es mágica, la ciudad de la luz, del amor, de la inspiración, de la literatura… Si viajáis a París no olvidéis llevar bien abiertos los ojos, la mente y el corazón.
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